domingo, 29 de enero de 2017

La incógnita de San Pedro (Versión íntegra)



Manuel María Pérez-Cano


LA INCÓGNITA DE SAN PEDRO


Corría como si se lo fuera a llevar el diablo. Aquel hombre grueso apenas podía mantenerse en pie pero no estaba dispuesto a que se lo arrebataran. Miraba atrás con temor, con el mismo miedo de quien huye de la muerte. Pese a su torpeza, resguardaba con decisión entre sus brazos la causa de su angustia, que llevaba envuelta en trapos. De vez en cuando paraba en su carrera, se doblaba con la boca abierta para tomar aire en un movimiento de vaivén y volvía la vista buscando alguna señal antes de emprender otra vez la marcha. El sudor se confundía con el agua de lluvia torrencial propia de un día de otoño. Estaba empapado. A esas horas de la madrugada no había un alma por las calles. O eso esperaba en esa oscura noche. Las nubes mantenían oculta la luna. El ensordecedor sonido de los truenos de la tormenta que tenía sobre su cabeza ahogaba el chapoteo de las sandalias que usaba durante todo el año. Antes de doblar la esquina de la calle del Mercado, llegando a la plaza de San Pedro, giró una vez más la cabeza y, a lo lejos, le pareció ver unas figuras desdibujadas por la luz breve de un nuevo rayo caído.

La mañana era de perros. El viento soplaba con una fuerza inusitada. Entraba y salía a su antojo por el campanario de la torre. La construcción, separada de la iglesia, tenía un acceso independiente para subir. Don Enrique balbuceaba algo ininteligible mientras que se sujetaba la sotana para no pisársela con los escalones. Estaba de mal humor. No había pegado ojo en toda la noche. El viento hacía sonar la campana principal con esos toques absurdos desacompasados. El sacristán no había aparecido y había que tocar para la misa de las siete. Estaba alcanzando los últimos peldaños, mojados. Había llovido mucho durante la noche. Resoplaba. 78 años no pasan en valde. Para colmo, un goterón le cayó en la calva antes de que pudiera elevar la vista. Soltó el candil. Maldijo mientras sus cansados ojos buscaban el final de la cuerda. Alargó la mano hacia la nada esperando el contacto con el esparto. La campana volvió a tañer. Un instante después un pie calzado en una sandalia topó con la mano de Don Enrique. Secundino, el orondo sacristán, pendía de la cuerda del badajo colgado por el cuello. Aún estaba empapado.

El nuevo alcalde de Sanlúcar la Mayor acababa de tomar posesión de su cargo tras las elecciones municipales. Fermín Strauss tenía clara su primera decisión. Resolver la duda que le había corroído la vida durante los últimos años. Aquel documento que encontró entre los papeles de su padre, tras morir en la cama de viejo, había confirmado sus temores. Era un niño cuando, tras la puerta del patio que daba acceso al salón comedor de la casa, escuchó de forma casual una conversación que nunca acabó de entender entre su madre, sanluqueña de familia tradicional, y su progenitor, de origen alemán.

Quién mejor para resolver sus dudas que Joaquín Fernández 'el policía'. Jubilado anticipadamente por los dos infartos sufridos, había vuelto a la tranquila Sanlúcar después de 30 años de servicio intachable en la Policía Nacional, donde se retiró con sus dotes investigadoras intactas.

Aunque vivía en la Plaza de Santa María, Fermín se escapaba de niño para coger cernícalos en las murallas de San Pedro. Y allí cerca, en una de las chozas de la era, en las afueras, vivía su compañero de aventuras, Joaquín, hijo de Ramón 'el gitano' y María 'la portuguesa'. Joaquín, siempre acompañado por alguno de sus nueve hermanos, se descolgaba con Fermín por la cárcava en busca de los nidos.

Joaquín no pudo negarse a la petición de su amigo de la infancia. Con los pocos datos que le facilitó se puso manos a la obra. Además, era una forma de pasar el tiempo, del que tanto disponía ahora. Sus pesquisas le llevaron al archivo parroquial. En la iglesia de Santa María estaban los del templo de San Pedro. Habían sido trasladados cuando la iglesia del barrio fue cerrada al culto, hacía 40 años.

Don Enrique ya estaba con Dios hacía tiempo. De su diario personal, que no se sabe cómo quedó con los documentos oficiales, se desprendió un trozo de papel doblado que Joaquín ojeó.

Los ojos del policía parecieron salirse de sus órbitas del asombro. Se preguntó cómo nadie investigó aquel suceso.

Doña María Luisa, bella mujer de una de las familias más acomodadas del pueblo, se casó muy joven. Su marido, Adolf, un alemán que se afincó en Sanlúcar tras llegar a Sevilla como asesor del ejército de Franco, se había encaprichado con la chica. Deslumbrado por el porte y la cartera del alemán, el padre forzó la boda de su hija. Entonces eran otros tiempos.

María Luisa, pía de tradición familiar, buscaba cada día el consuelo de espítitu. Al poco tiempo quedó embarazada.

Nunca se supo. Desde que quedó en cinta la mujer no pisó la calle. Fue recluida en su casa, permanentemente vigilada por el ama de llaves, lejos de las miradas del resto del servicio doméstico. Adolf tenía siniestros planes para la criatura tras su nacimiento. Todo se desbarató cuando el padre natural, en un acto desesperado y casi suicida, allanó la gran morada accediendo por el patio hasta llegar a los aposentos de la parturienta. En la habitación sólo estaban el ama de llaves, con instrucciones precisas, la comadrona, la madre y el neonato. Hasta dos patios había que cruzar para llegar a las estancias del cabeza de familia y de sus acompañantes.

El hombre orondo entró por sorpresa y arrebató el bebé a la comadrona. Volvió sobre sus pasos y comenzó la huida en esa noche tormentosa mientras las mujeres daban la voz de alarma. Sabía que su suerte estaba echada, pero no la del recién nacido. Y sabía qué hacer. Cuando los secuaces de Adolf dieron con Secundino no tuvieron piedad. El sacristán eligió la muerte sin estar seguro de proteger su secreto.

La mano de Don Enrique topó con un pie calzado en una sandalia. Cuando se sobrepuso a la terrible escena que estaba contemplando intentó sin suerte descolgar a Secundino. Tarea imposible por su avanzada edad, pese a que redobló esfuerzos por levantar al finado abrazando su cintura. El cura desistió ante lo imposible. El gesto dejó marcado en el pantalón del sacristán, mojado, la forma de algo que contenía su bolsillo. Don Enrique cogió con cuidado lo que había y bajó de la torre.

Suicidio, fue la versión oficial sobre la muerte de Secundino 'el sacristán'. Al poco tiempo, la gente volvió a ver a doña María Luisa, siempre acompañada por el ama de llaves, que acudía cada día a misa en Santa María. Decían que había superado unas fiebres africanas que le había contagiado un hermano de su marido, militar, en una visita hacía unos diez meses.

Joaquín no salía de su asombro. Aquel papel caído del diario de D. Enrique lo aclaraba todo. Los autores de la muerte de Secundino no repararon en, siquiera, registrarlo. Si lo hubieran hecho, Joaquín no estaría leyendo esas letras. Todo el mundo sabe que existen gitanos rubios.

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