Corría como si se lo fuera a llevar el diablo. Aquel hombre grueso apenas podía mantenerse en pie pero no estaba dispuesto a que se lo arrebataran. Miraba atrás con temor, con el mismo miedo de quien huye de la muerte. Pese a su torpeza, resguardaba con decisión entre sus brazos la causa de su angustia, que llevaba envuelta en trapos. De vez en cuando paraba en su carrera, se doblaba con la boca abierta para tomar aire en un movimiento de vaivén y volvía la vista buscando alguna señal antes de emprender otra vez la marcha. El sudor se confundía con el agua de lluvia torrencial propia de un día de otoño. Estaba empapado. A esas horas de la madrugada no había un alma por las calles. O eso esperaba en esa oscura noche. Las nubes mantenían oculta la luna. El ensordecedor sonido de los truenos de la tormenta que tenía sobre su cabeza ahogaba el chapoteo de las sandalias que usaba durante todo el año. Antes de doblar la esquina de la calle del Mercado, llegando a la Plaza de San Pedro, giró una vez más la cabeza y, a lo lejos, le pareció ver unas figuras desdibujadas por la luz breve de un nuevo rayo caído. (Continuará...)
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