La mañana era de perros. El viento soplaba con una fuerza inusitada. Entraba y salía a su antojo por el campanario de la torre. La construcción, separada de la iglesia, tenía un acceso independiente para subir. Don Enrique balbuceaba algo ininteligible mientras que se sujetaba la sotana para no pisársela con los escalones. Estaba de mal humor. No había pegado ojo en toda la noche. El viento hacía sonar la campana principal con esos toques absurdos desacompasados. El sacristán no había aparecido y había que tocar para la misa de las siete. Estaba alcanzando los últimos peldaños, mojados. Había llovido mucho durante la noche. Resoplaba. 78 años no pasan en valde. Para colmo, un goterón le cayó en la calva antes de que pudiera elevar la vista. Soltó el candil. Maldijo mientras sus cansados ojos buscaban el final de la cuerda. Alargó la mano hacia la nada esperando el contacto con el esparto. La campana volvió a tañer. Un instante después un pie calzado en una sandalia topó con la mano de Don Enrique. Secundino, el orondo sacristán, pendía de la cuerda del badajo colgado por el cuello. Aún estaba empapado. (Continuará...)
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