martes, 3 de agosto de 2021

El Capataz

Sobria, transparente y profunda. Así es la mirada del capataz. Está clavada en el rostro de la figura que tiene delante. Para el que guía sus pasos cada tarde de Jueves Santo, desde hace años, es imponente  privilegio estar unos minutos en encuentro reservado. Pese a no pronunciar palabra no deja de confesarse. Él escucha. 

La capilla está en penumbra. Siempre ocurre igual y siempre, siempre, siempre es distinto. Lo ve tantas veces durante el año que parecería que no tiene nada que decir, pero habla en el silencio de la soledad. Hay tantas cosas… 

El capataz sabe interpretar en su corazón ese silencio inmenso alborotado por las voces de quienes fuera de la capilla de la hermandad trabajan con el mismo denuedo que en un hormiguero preparándose para la lluvia. 

En unas horas lloverán almas en el porche de San Eustaquio y el Hombre que está en la capilla parecerá que entre en Jerusalén llevado como en andas por arrieros bien llevados por quien ora ahora dentro del templo.

Desde su posición frente al llamador mira al Hombre que ya abraza la cruz encima del paso. Un barco reluciente que pudo no ser ni de talla ni de acabado pero que, a la postre, lleva a Nuestro Padre Jesús.

Y mira otra vez al Nazareno de rostro desdibujado, quizás por la escasa luz. Pero eso al capataz le da igual. Siente que es el mismo al que pide por el barbero y su esposa, que fue llamada antes.

El capataz se quita las gafas para limpiarlas, después de secarse unos ojos emocionados al pensar en quien comparte su vida y le dio descendencia.

El tiempo se ha detenido en la capilla. El capataz ya no escucha murmullo alguno, ni ruido que enturbie la oración. Por quien es la niña de sus ojos, por el espejo del mayor varón, por el benjamín querido y el bigotillo que ya luce con desparpajo.

Reza hoy el capataz con los dedos entrelazados. Y entre sus manos comienzan a desparramarse nombres… “Pepe, Javier, Jesús, Juan… y los sobrinos, y sus madres… y la familia, Señor…”

Se sube las gafas el capataz antes de volver a mirar esa túnica buscando indulgencia que ni siquiera se atreve a pedir este pescador de costaleros. El de Cirene contempla el encuentro.

Y cuando toca terminar, el capataz se transforma, consciente de la responsabilidad que le descompone el cuerpo. Ya no hay sonrisas nerviosas sino soledad, como en el Huerto el Maestro.

El capataz sabe su misión. El Señor de Sanlúcar también. 

Tú, capataz, con tu legión serás sus pies y lo traerás de nuevo a salvo. Él, capataz, cumplirá su parte.

Él, capataz, cuidará de ti, de tu gran familia y de tus hermanos.

Tú, capataz, sellaste con el Nazareno el compromiso. AMÉN